El supermercado está repleto de personajes, colores y propuestas diseñadas con precisión de francotirador para acertar sobre el deseo más profundo de las infancias conduciéndolo al consumo de lo peor de la góndola: productos cargados de nutrientes críticos que los destruyen. Hay 500.000 sustancias químicas que no existían en la naturaleza, desarrolladas en laboratorios e incorporadas a nuestra vida cotidiana.
Esta es una lucha de décadas, como pasó con el tabaco. Y la victoria posiblemente no la vamos a disfrutar quienes estamos aquí en este momento. Somos conscientes porque esta es una industria más poderosa. La industria agroalimentaria está estrechamente relacionada con otros sectores: el farmacéutico, el agroquímico, el financiero —, dice Morales, de FIAN. Para él, más que educación para proteger a los niños de la publicidad, necesitamos mayor acción del Estado frente a lo nocivo.
por María Gabriela Méndez y Sinar Alvarado
En nuestra infancia, años ochenta, la fauna de los productos comestibles era menos variada pero ya incluía ejemplares tan ubicuos como los de hoy. El oso goloso de la Ovomaltina, un tubito lleno de azúcar y cacao malteado que se vendía con un eslogan iluminador: “Parece golosina, pero tiene vitamina”. La jarrota del sabor: un enorme recipiente de vidrio, con su rostro bonachón, que bailaba junto a los niños mientras los refrescaba con galones de Kool-Aid: una bebida saborizada y coloradísima. O el guitarrista peinado como Elvis que impulsaba con su música la bolsita de Cheese Tris: palitos de maíz inflado con sabor a queso, vendidos con una frase esnob que ensalzaba su supuesto “estilo americano”.