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Las crisis cíclicas de Haití

En un año convulso y de profundas divisiones en Haití era imposible imaginar que en este país hubiera algo de consenso. Pero la voz de toda la nación se unió por primera vez en mucho tiempo, aunque sólo fuera alrededor de la trágica e inesperada muerte de uno de sus más queridos ídolos.

Por Javier Valdivia Olaechea (*)

Miami, Estados Unidos

Sucedió en París, en el Accor Arena, el principal escenario musical de la capital francesa: Michael Benjamin, más conocido como Mikaben, se desplomó ante 20 mil espectadores fulminado por un ataque cardiaco. Tan pronto se supo la noticia, todos en Puerto Príncipe, artistas y gente común, políticos e intelectuales, autoridades y opositores al gobierno, desbordaron Twitter para lamentar el deceso.


“La música de Mikaben no pertenece a ningún sector; Mikaben trasciende todos los sectores”, dijo al día siguiente el periodista Robenson Geffrard en la emisora Magik9, y tenía razón. Por un breve momento nadie acusó a nadie, nadie atacó a nadie, y el pueblo haitiano, que suele desahogar sus males en la música y el fútbol (porque encuentra en ellos a las figuras que parecen escasear en otros ámbitos como la política), tuvo un respiro tras meses de inestabilidad y de violencia.


Pero la muerte de Mika, como también lo llamaban, no será suficiente.


Años de fracasos y de inercia han dejado a Haití nuevamente al borde del colapso. Ahora, a un clima de ingobernabilidad causado por al accionar de bandas armadas se suman la polarización de fuerzas que aplaza el retorno al orden democrático, y una intervención militar extranjera en ciernes que la gran mayoría de haitianos rechaza de manera visceral, tanto por dignidad como por el triste recuerdo de las ocupaciones que empezaron en 1915.


La última intervención


El domingo 29 de febrero de 2004, el teléfono sonó alrededor de las 3:00 de la mañana en la residencia del embajador dominicano en Haití, Roberto Despradel. Del otro lado de la línea, alguien (creo que la llamada vino de la Embajada de España) le comunicó al diplomático lo que parecía inevitable: el presidente Jean Bertrand Aristide había renunciado —o fue obligado a hacerlo—, y en ese momento iba camino al aeropuerto.


Las calles repletas de barricadas y de gente armada por doquier testimoniaban el estado al que había llegado el país, en ese momento en manos de un exoficial de policía alzado en armas y a punto de tomar la capital, de unos opositores cerrados por completo a negociar, y de un mandatario que, apoyado por sus temidas fuerzas de choque conocidas como Chimères, había perdido el poco respaldo que le quedaba en el exterior.


Esa madrugada, Aristide recibió la visita del embajador de EEUU, James Foley, quien le dio el ultimátum: “O se va de aquí o se atiene a las consecuencias”. Luego —según supimos Despradel, su consejero de prensa, Pastor Vásquez, y yo por la llamada—, Foley se dirigió a la casa del primer ministro Yvon Neptune para decirle que debía asumir la conducción del gobierno de manera provisional y que la seguridad del país quedaba a cargo de una fuerza multinacional liderada por tropas estadounidenses.


Dos décadas después el escenario de crisis se repite, salvo porque la presencia de fuerzas extranjeras solicitada expresamente por el gobierno haitiano ha hallado reticencia entre algunas naciones que conforman el Consejo de Seguridad de la ONU, que dieciocho años atrás legitimó la ocupación creando después la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah).


Pero la insistencia del primer ministro Ariel Henry de mantenerse en el poder parece ser la misma que impulsó al exsacerdote salesiano, y la figura de Guy Phillippe, el líder del Frente de Liberación y Reconstrucción Nacional (FLRN) que acorraló a Aristide en 2004, sólo ha sido reemplazada por la de Jimmy “Barbecue” Chérizier, jefe del G-9 An Fanmi e An Alye, la inédita federación de bandas de la capital cuya creación fue promovida por las propias autoridades, y principal referente de las pandillas existentes en Haití, que hace lo mismo con el actual jefe de gobierno.


Y como Aristide, Henry tiene también en la oposición otro frente abierto igual de peligroso.


“No les estoy pidiendo que porten armas, consigan machetes para llevar a cabo la revolución”, demandó esta semana a sus seguidores el líder del partido opositor Pitit Desalin, Jean-Charles Moïse, que en una protesta frente a la Embajada de EEUU resultó afectado por las bombas lacrimógenas lanzadas por la policía para dispersar a los manifestantes.


Crisis cíclicas


Tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse el 7 de julio de 2021, Ariel Henry asumió el cargo de primer ministro que le cedió Claude Joseph bajo presiones externas. Henry, designado por Moïse dos días antes de su muerte, prometió elecciones y buscó legitimidad a través de un pacto con fuerzas políticas el 11 de septiembre de 2021, que buscaba desestimar de paso el Acuerdo de Montana suscrito por otros sectores un mes antes para reponer el orden democrático, pero también para alejarlo del poder.


En meses recientes la hostilidad entre pandillas y los secuestros aumentaron al igual que las protestas contra la actual administración. Pero la situación empeoró dramáticamente luego de que el 12 de septiembre Henry dispuso la eliminación de los subsidios a los combustibles, lo que duplicó sus precios y empeoró las ya pésimas condiciones de vida de cientos de miles de haitianos.


Viéndolo desde una perspectiva más amplia, parece que las crisis políticas, sin importar su origen, son cíclicas en Haití y paradójicamente se repiten cada más o menos veinte años.


Dos décadas pasaron desde el fin del mandato de Aristide hasta la situación que enfrenta hoy Henry. Y dos décadas más separan la caída de Jean Claude “Baby Doc” Duvalier, ocurrida en 1986, y fruto también de violentas protestas, hasta lo que sucedió en 2004. Incluso yendo más atrás, un levantamiento militar en 1967 contra François Duvalier, “Papa Doc”, ensombreció sus últimos dos años en el poder, y diecisiete años antes, en 1950, un golpe de Estado depuso al presidente Dumarsais Estimé.


Las crisis cíclicas son un término acuñado por la doctrina marxista al campo de la economía y su extrapolación a la política podría ser un poco aventurero. No hay como tal ciclos de bonanza o de ruina democrática, sino la perdurabilidad o la erosión del Estado de derecho.


En el caso haitiano quizá cabría aplicar mejor la teoría del politólogo polaco Adam Przeworski, para quien ganar las elecciones y abusar del poder para mantenerse en el gobierno, y que las cosas en una nación sigan igual a pesar de los resultados electorales, son señales de que algo anda mal con la democracia.

Y agregar lo que el embajador canadiense en Haití, Sébastien Carrière, repitió esta semana: Los más grandes males de este país son la impunidad y la corrupción.


Según una investigación de la organización defensora de los derechos humanos Sant Karl Lévêque, entre el 40% y 60% de la policía haitiana tiene conexiones con las pandillas, y las autoridades mantienen una postura de laxitud frente a la criminalidad, particularmente los cientos de secuestros que ellas mismas ejecutan en todo el territorio haitiano.


Pero además, la actividad de las bandas sobrepasa el entorno criminal. Como reseñó el periodista Milo Milfort en un excelente reportaje sobre los secuestros en Haití, una tregua anunciada en mayo de 2021 por las pandillas de Grand Ravine (sur) para facilitar un referéndum anunciado por el presidente Moïse, influyó en la disminución momentánea de los secuestros. Y cuando la consulta fue aplazada, la guerra entre bandas se reactivó al igual que el crimen.


A los clanes también se les acusa de atacar las poblaciones de La Saline y Bel-Air, bastiones de la oposición en la capital, y dos organizaciones, la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos (RNDDH) y la Fundación Je Klere, citadas por el periodista Jameson Francisque en otro reportaje, denunciaron que el G9 se creó para garantizar la victoria electoral del Parti Haïtien Tèt Kale (PHTK), hoy en el poder.


Como si fuera poco, Chérizier mantiene bloqueado el acceso a la principal fuente de abastecimiento de combustibles de Haití (la terminal Varreux, en el barrio capitalino de Cité Soleil), cuya carencia afecta todo, desde comercios, escuelas, industrias y tribunales, hasta la atención hospitalaria, ahora crítica tras el estallido de un nuevo brote de cólera que en el pasado reciente mató a 10,000 personas y ahora se extiende por todo el país. Tan grave es la situación, que el presidente de la Asociación de Industrias de Haití (ADIH), Wilhelm Lemke, dijo que miles de empleados han sido despedidos o han tenido que tomar licencias.


Otro jefe pandillero, Ti Lapli, se preguntó si “esas pequeñas 4x4 son realmente capaces de resistir las balas de una Kalachnikov o una M-14”, en alusión al poder de fuego de las bandas frente a las unidades blindadas y otros equipos que Canadá y Estados Unidos entregaron esta semana como parte de su ayuda a la sobrepasada policía nacional haitiana.


Tropas extranjeras


Por eso quizá hay quienes como el historiador haitiano Georges Michel están convencidos de que una fuerza armada extranjera es la que “debe venir a limpiar el terreno” porque Haití solo no puede.


La propuesta intervencionista llegó primero a la OEA y, expiación de por medio, después a la ONU. El secretario general del organismo mundial, Antonio Guterres, tomó la palabra y dijo que dentro de las circunstancias actuales es necesaria una acción armada para liberar el puerto controlado por las bandas y permitir la instalación de un corredor para llevar ayuda a la población, independientemente de los asuntos que deben resolver los propios haitianos.


Uno de los primeros en llamar la atención sobre lo que sucede en Haití fue su vecina República Dominicana, cuyo presidente, Luis Abinader, se refirió a la crisis actual como una guerra civil de baja intensidad. Estados Unidos, Canadá, Francia y otras potencias han tratado de evitar comprometerse directamente como en el pasado y sólo Bahamas ha ofrecido hasta ahora el envío de tropas a territorio haitiano.


En sentido contrario, China —con poder de veto en el Consejo de Seguridad—, se opone a la ocupación basada en la decepcionante actuación de los partidos políticos haitianos que no pueden “encontrar una solución ni ver el sufrimiento de su propia gente” sumida a la voluntad de las bandas criminales.


La decisión sobre una intervención militar, que cuenta con el respaldo del sector privado haitiano, ha sido aplazada por el Consejo de Seguridad, pero tarde o temprano tendrá que ser puesta a votación. Por lo pronto, este viernes adoptó una resolución para sancionar a los pandilleros, aunque sólo menciona a uno por su nombre, Chérizier, de entre las 200 bandas que operan en el país.


Cuando EEUU adoptó hace dos semanas una medida similar, la gente en Puerto Príncipe preguntaba los nombres de los sancionados y algunos llegaron a insinuar que tres ministros y varios funcionarios del alto nivel se encontraban en la lista negra de las autoridades estadounidenses. Otros acusan también a prominentes miembros de la élite económica local de estar detrás de las pandillas.


La presencia de fuerzas paramilitares no es nada nuevo en Haití y podría decirse que está ligada fuertemente a su historia: los Tonton Macoute de Duvalier, las FRAPH del general golpista Raoul Cedrás, los Chimères de Aristide, el G-9, 400 Mawozo, Savien, en la actualidad, todas tuvieron o tienen vínculos con la política y algunas, inclusive, fueron patrocinadas por agentes externos como la CIA.


Muchos de los líderes de esas organizaciones han muerto o fueron encarcelados, pero otros tantos están en libertad. En 2014, Sonson La Familia y Nelfort, dos notables criminales supuestamente protegidos por el entonces presidente Michel Martelly, fueron detenidos pero liberados al año siguiente por un juez vinculado al PHTK, el partido que llevó al poder al mandatario.


Estado frágil


Indefenso ante la inseguridad, la impunidad y la corrupción; agobiado por la pobreza, la falta de trabajo y de oportunidades, el pueblo haitiano se lanzó a las calles a protestar.


Pero también a tomar justicia por sus propias manos y de muy diversas maneras: a fines de septiembre y mediados de octubre varios pandilleros fueron linchados por las poblaciones de Port-de-Paix (noroeste) y Pignon (norte), y en Gonaïves (norte), la gente devolvió lo que había robado de una comunidad religiosa, luego de que las monjas amenazaran con convocar a “fuerzas divinas” para castigar a los saqueadores.


La idiosincrasia es también un factor a tomar en cuenta en este país, donde se discute porfiadamente hasta qué mantequilla es la que debe acompañar al pan en el desayuno. Y mientras una propuesta de diálogo surge de la clase política e intelectual y se entierra conforme aparece otra nueva, los hilos oscuros del poder urden su próximo movimiento aun a costa de millones de haitianos.


“Haití no es un país maldito como muchas veces oí a la gente decir”, dijo hace poco a la cadena francesa RFI, John Picard Byron, académico e investigador de la universidad estatal haitiana.


Pero sí un Estado frágil e ineficaz, no cabe duda.


A principios de mes, la exembajadora estadounidense en Haití, Pamela White, dijo ante el Comité de Asuntos Exteriores del Congreso de Estados Unidos, que en Haití no hay un gobierno legítimo, ni un poder judicial, ni un parlamento, ni una fuerza policial capaz de detener a las pandillas que ahora gobiernan el 60% de la capital. Mucho menos, agregó, la posibilidad de planear elecciones bajo la actual crisis de seguridad.


La exdiplomática usó el término “Estado fallido” (bastante controversial en estos tiempos) para referirse a Haití, que según afirmó necesita “botas sobre el terreno para resolver sus desafíos”.


¿Qué pasará dentro de veinte años más?


La semana pasada, Jean Anderson Bellony fue asesinado en su casa por miembros de una de las dos bandas que operan en Croix-des-Bouquets (este), 400 Mawozo y la que lidera Vitelhomme Innocent. Además de él, otras 14 personas murieron por los enfrentamientos entre esas pandillas, responsables también de quemar una decena de viviendas y de obligar al desplazamiento forzoso de otras tantas familias.


Bellony era houngan (sacerdote vudú) y escultor afincado en la villa de Noailles, famosa por ser cuna de la orfebrería desde antes de la independencia haitiana en 1804. Cuando lo acribillaron en su casa-santuario, la víctima era una de las figuras principales del lugar, un artista en realidad, mucho menos conocido y popular que Mikaben —a quien lloró todo Haití—, pero un artista de todos modos.


Para él hubo pocas palabras.


(*) El autor es vicepresidente regional por Haití de la Comisión de Libertad de Prensa e Información de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Fue corresponsal de la agencia estatal china Xinhua en Haití y República Dominicana durante cinco años y subjefe de redacción del periódico dominicano Listín Diario de 2008 a 2016. Es experto en Haití, país que visita con regularidad desde 1995 y en el que ha cubierto para varios medios, crisis políticas, golpes de Estado y desastres naturales. Periodista de profesión, vive actualmente en Miami, EEUU.

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